En los barrios de por aquí, la soledad del hombre se vierte en un cubo de estrellas, una construcción de hambre y ascuas. En éstas bodegas urbanas camino diariamente. En realidad pretendo hablar de otra cosa, pero la tristeza de un perro muerto me conmueve. Lo llevó a enterrar entre la arena y ladrillos. El aguijón de la muerte poda su sufrimiento, calma sus vísceras. Hay sonidos perfectamente graves, secos. Con una asimetría de indigencia lo sepulto en esta calle ausente de mármoles. Lo que pienso es un discurso desierto y secreto. La conocí hace días, se acercó a mi puerta y ya traía la boca con espuma y sangre, su discurso de dolor me llevó a mitigar su hambre, después hicimos una cortísima amistad de arrabal y telares, una memoria de cartón y latas oxidadas. Después no supe más que esta osamenta que amenazaba quedarse tendida en el baldío. Dispuesta infestarse de moscas y de olvido. Tal vez ahora que ya está guardada en su tumba -si así se le puede llamar a ese núcleo de arena-, con un breve responso de pájaros y cielo, pueda ya no ser esa península de muerte y duelo para descansar al fin, sin profanarse de estos rumbos donde lo macabro es cotidiano, transitorio; en la médula de esta ciudad de arena y sol inclemente. Sin mucho sitio para dejar la negra nostalgia de un ladrido.
Xabo Martinez
Xabo Martinez
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